Quiero verte desnuda
el día que desfilen los cuerpos
que han sido salvado, nena.
Sobre alguna autopista
que tenga infinitos carteles
que nos den las gracias.
Charly García
La noticia había sido definitivamente la más dramática de toda la historia. Esa mañana de cielo panza de burro chispeaba, las hojas de los diarios trataban de venderse húmedas, más parecía que fuera el periódico el que lloraba, pues sería también su última publicación. Ni los oráculos ni lo mejorcito de los chamanes que habían migrado a Lima habían podido vaticinar que el mundo se terminaba.
El caos se desató hasta en el sitio más recóndito, el lunes fue doblemente lunes y dicen que en las afueras de la ciudad comenzó un festín que todavía sigue. La televisión empezó a repetir los capítulos de memoria de “The Wonder Years” o “Small Wonder”, en otros canales menos atinados fue la vida de Ferrando como documental, como diciéndonos: ya nos vamos a ver pronto. Las radios fueron tomadas por fanáticos, locutores en potencia sin potencia de voz, asesinos frustrados, ladrones que no encontraban el sentido de robar de nuevo. Los loquitos del Arco Herrera salieron en fila india del nosocomio, firmando antes una especie de agenda, la cual pertenecía a otro loco claro, porque los enfermeros y médicos ya estaban lejos.
Unos días antes de que los medios pierdan seriedad, el presidente habló, pidió perdón por su gobierno sin importancia, repitió bastante, sin que valga la redundancia, parafraseando al Zambo, “Te amo Perú”, luego se quitó la camisa frente a cámaras y fueron dos segundos de espanto, de grasa y de tetas, hasta que volvió a vestirse con la camiseta de la selección esta vez, con el número de Juan Vargas y anunciando que había organizado un partido de final de mundial contra el seleccionado inglés, increíble, qué tipo de chantaje habría sido ese. Se disculpó una vez más y rogó que, literalmente, no se maten por entrar al estadio. Sería jueves el partido de lujo, justo el último día. La noticia realmente calmó un poco las aguas, fue una razón más para querer vivir aún hasta el jueves, los atropellos y violaciones disminuyeron, por lo menos así decían porque ya nada se podía saber con exactitud.
Mi padre estuvo comunicándose con la familia en las madrugadas, el único momento en que se podían usar los teléfonos sin mayor problema. Una tarde quise llamar a una amiga y contarle algunas cosas que habían quedado congeladas por años pero la línea se cruzó y terminamos siendo cuatro en el teléfono. La otra pareja tenía una plática similar a la que estábamos por llegar, así que preferí colgar y ya no he sabido nada de ella, espero que esté bien. Los abuelos propusieron transformar ese último jueves en un domingo de onomástico, de día familiar de sol en Chaclacayo, piscina y bochas los mayores. Toda la familia estuvo de acuerdo, pero para el fin del mundo la familia creció, pues ese jueves con disfraz de domingo nadie tenía algo más importante que hacer.
Conseguimos un bus amarillo de colegio, sólo nos faltaba chofer. Como era de esperarse, no había nadie disponible para ser capitán en nuestra última travesía. La lista de los tripulantes ascendía a sesenta y tres. Los primos ya pensaban que querían llevar para comer, el menor no había podido dormir pensando que quería emborracharse en la última hilera de asientos, con doce años sería sin duda una hazaña, lástima que no trascendería por ella. La mañana del miércoles, previendo que el jueves partíamos a las seis a oscuras, el tío más ingenuo tomó aire, calló a todos, carajeó al sobrino de doce años y comunicó a la manada que él manejaría el bus, a pesar de que solamente hubiera manejado dos veces y encima un automático.
Nos estaba costando conciliar el sueño por las declaraciones del tío cuando en nuestra última madrugada hasta que recibimos la llamada de Gálvez, el taxista de confianza, hablaba entre sollozos, su esposa y su hijo no sé que, no supo explicar, pero parece que fue por la ola de violencia desatada esos últimos días que habían muerto. Dijo que nos tenía mucho cariño y que a pocas horas de por fin el fin, quería ir con nosotros y que manejaría con mucho gusto. Más calmados entonces, logramos cabecear un rato.
Era sin duda el mejor domingo, estábamos completos. Los chicos atrás, los abuelos y tías abuelas al medio y los mayores adelante. Salimos seis y cuarto porque nos demoramos en subir las cosas. Gálvez tomó las avenidas principales, con su Tico sí podía tomar atajos. En la calle, haciendo cola en la puerta de un hotel de mala muerte estaban unos niños de no más de quince. Mi primo de doce también contempló la figura y sonrió pensando, “las putas también tienen familia”. Había otros buses en la autopista, había tráfico, digno de un último día. Para contrarrestar el mal rato, mi primo mago empezó con las desapariciones y juegos de mano más rápido que la vista. Yo sé que sus cartas tienen algo, pero ni por estar en esta situación le pienso preguntar cuál es el truco. Por la radio unos comentaristas improvisados narran el partido de fútbol. Justo acaba de terminar; ganamos uno a cero, con gol de Fano. Los hinchas habían llevado once cruces, hubiera sido lamentable que Perú no sea campeón mundial por una vez en toda la historia. La tía Olga ha venido a la parte trasera y empieza a contar los chistes de antaño, los primeros que escuché y conté, con resultados positivos. Nos convida a cada primo una hamburguesa con pedacitos de zanahoria, yo que no comía esto hace diez años tal vez, la saboreo y sin tragar le sonrío a la tía más excéntrica y graciosa que he tenido. Mi madrina se acerca a donde mi tía Jesús, la tía abuela gorda, la queridísima, yo todavía la quiero. Mi madrina se recuesta en su hombro y empieza a llorar, la besa mucho, lo gordita se durmió. Ahora mis padres, mis abuelos, los tíos también se le acercan, se turnan para besarla, los primos ríen y menos mal no se dan cuenta que la gorda ya se murió. Nadie dice nada, así es mejor. Ya estamos en la carretera central, nadie cobra peaje, somos libres. Es hora de cantar, los tíos retroceden y empezamos a capela “Mariposa Tecknicolor”, los menores no se la saben. Aprovecho el fin de la canción para ir y abrazar con fuerza al viejo, cómo cuando me fui a Arequipa por casi un mes y a mi madre veinticinco besos por los años que dice tener. He venido tantas veces que ya sé cual es el camino, ya estamos cerca. Me acerco al lado de Gálvez, lo saludo, le doy el pésame. El horizonte prácticamente se ha desvanecido, una neblina espesa sobresale, el fin de la pista empieza a divisarse. Me vuelvo a todos y no me quejo.