lunes, 25 de mayo de 2009

Caminata con desvaríos


El micro siempre lo abordaron llenísimo, en el mismo paradero prohibido. Los niños ya se habían acostumbrado a ir de pie, bien cogidos entre sí, y con su mano libre del primer fierro que encontrasen. La distancia hasta su destino era insoportable, pero luego de varios meses, había crecido en sus modestas almas un sentimiento de afecto por esos paseos interminables. Partían desde los arrabales y cada cuadra más allá era un rostro más fino, era un traje más vistoso y de moda. Iván tenía siete y ella seis; de vez en cuando él seis y Paula siete. No hacía demasiado que estos hermanitos de diferente madre habían dejado la teta y no lo les quedó otra que adaptarse, porque por estos tiempos tenían que ir solos los dos al colegio, un Colegio Nacional de rejas azules, ni me acuerdo cómo se llama, pero queda nada menos que en Miraflores y es mejor zona que por aquí pues mijo, cuidao nomá cuando vayas pallá, siempre mirando, entiende que es más mejor que estudiar con estos pirañitas mijito. Y entonces las pistas sin asfaltar se llenaban de una neblina de tierra cuando Iván corría cada mañana, religiosamente a las seis y media, en busca de su constante compañera de juegos y ocurrencias. Si estaban de buenas se hacían uno sólo con las manos.

Subían por la puerta trasera del bus, se hacían paso como podían entre esas estatuas de carne y carnívoras. La hediondez de algunos y las ventanas cerradas lograban alborotar a los más afligidos, y estos en su ira y en su repugno a los cholos cochinos del Perú, lanzaban viles miradas a los pequeños bobalicones, a los que no mataban ni una mosca, pero estaban solitos pues y alguien tenía que pagar por ese atentado en contra de la sociedad, una grave falta la de contaminar el ambiente, y cuando escuchaban las críticas los niños, en su nobleza, se limitaban a sonreírse entre ellos; también había días en que Paula prefería que el suelo la mirase y entonces Iván nunca le dijo nada esa vez, se le quedó mirando fijamente esperando que no llore.

Abandonaban “la nave” -cómo solían llamar al microbus- en la avenida Arequipa, en una de sus últimas cuadras. Hubo un lunes que Iván interpeló a su amistad de toda la vida para aventurarse en ese distrito tan bonito, tan diferente a su noción de hogar, sólo sería ese lunes porque tenía unas ganas locas de ver el mar, una sed visual pues ya no le bastaba con su imaginación, quería palpar un placer siquiera una vez, ese lujo de paupérrimos eruditos a los que suele llamárseles poetas. Sus razones fueron suficientes para que Paula asienta; cruzaron el óvalo de Miraflores y se adentraron en el concurrido y arbolado Parque Kennedy, pasearon por las lozas admirando las caras pálidas y las cabelleras rubias de turistas mañaneros, continuaron su rumbo hasta llegar a la bajada Balta, siempre asombrándose por esos edificios altísimos. Decidieron seguir a los tablistas de trajes negros ceñidos por ese suelo empedrado, pero nunca hablando, sólo mirando la lejanía; uno era la soledad del otro. Por fin llegaron a unas escaleras, bajaron; luego atravesaron un sólido puente de madera y por último otras escaleras que terminaban a pocos metros del tan ansiado océano.

No habían acudido muchos bañistas a Makaja, sobre todo eran surfers los que flotaban en esas aguas inmundas, de colores, por tantas bolsas que nadie sabe cómo llegaron ahí. Parece que a Iván le fastidió el gentío, sus miradas por encima del hombro y entonces no se detuvieron hasta encontrar una playa deshabitada. Al llegar, Iván corrió sobre las piedras haciéndolas crujir hasta alcanzar la orilla y empezó a mojarse las manos, hasta que Paula empezó a acercársele y un giro del niño y un movimiento de manos hizo que la niña termine empapada de agua salada e inmunda, pero siempre risas. Corretearon un rato. Él la amenazaba con piedras que jamás se atrevería a tirarle y ella sin darse cuenta de la piedra se corría contentísima. Agotados y distantes, se sentaron y se abrazaron las piernas, pegando los muslos al pecho. Mientras Paula se arreglaba el pelo casposo, Iván empezó a concentrarse en el codiciado mar, las olas que se le acercaban cada vez con más fuerza y descaro, sin temor a desperdiciar algunas gotas en un ser tan corriente, de impregnarse en un uniforme de segunda mano y sin escudo propio en la camisa, y de cuellos sucios a pesar de ser lunes, el mar lo desafiaba con una reventada tras otra, buscaba humillarlo y con un poco de suerte enfermarlo y que nunca regrese a su playa. Su amado pero indiferente mar empezó a cambiar de tonalidad, de azul inmundo a un impredecible rojo o naranja, o ambos, y de querer a furia, y de ondas a flamas, y de gotas a sangre…

- ¿Te gusta el mar? – preguntó Iván.
- Es la primera vez que lo tengo tan cerca… Sí, me gusta mucho. – habló Paula.
- Entonces hay que estar un rato más, y cuando quieras venir dime. A mi me calma, cuando sea mayor creo que no iré a clases para venir aquí todo el día.

Y el recuerdo de un acontecimiento en una de las tantas naves a las que aprendieron a subir juntos, por suerte rememoró con algunas lagunas pues si no se hubiera matado al instante, un esquina bajo y casi vacíos todos los asientos ya, y un “tú baja primero” a la niña más hermosa que conoceré para siempre, y entonces ella se adelanta y se dispone a bajar, cuando el cobrador, le toma el brazo y lo acaricia por tres segundos y su mirada febril y se siente un jadeo y sólo su desgraciada conciencia y Dios saben qué estará pensando, y es temprano para el próximo porro pero más tarde de todas maneras; la niña está en esos días en que el piso la mira, porque no sabe que hacer, y su compañero no le dice nada esos días, aspira sin exhalar, y haciendo puño sin fuerza, la mira fijamente y espera que no llore…

- Yo voy a vivir por aquí cuando crezca – repitió Iván, mientras se desamarraba los zapatos a medio lustrar. – Ya vuelvo.

El pequeño marginal se levantó y de puntillas alcanzó la orilla helada. Paula lo observaba con cierto escepticismo, preparaba una carcajada para cuando su amigo se vuelva arrepentido, muerto de frío y estornudando.

El agua mojó los pies tostados de Iván y no se inmutó siquiera; se dejó caer y empezó a bracear intentando los movimientos de los tablistas de la playa contigua. Empezó a avanzar a pesar de las olas fortísimas, y fue cuando percibió su libertad buscada, la calma… Hasta que un chorro lo cegó y de desesperación, rompió en llanto y su mar vengativo logró apoderarse de sus lágrimas, e incluso las puso en contra del mocoso; este, entre sollozos ya no trató demasiado, pero nunca se volvió a las piedras tampoco, otra vez había perdido.

Paula creyó. La cabeza azabache había ido extinguiéndose en la inmundicia, y Paula que no quería creer, se quedó estática hasta el ocaso, pero ya había creído.


Dos sucios personajes tienen algo parecido a una conversación, se encuentran en un jardín, en el malecón de Miraflores, por allí las criadas pasean canes que no son suyos, o bebes preciosos, blanquitos, castaños, con quienes tampoco hay forma que tengan algún parentesco común. La muchedumbre esquiva al dúo gris, los miran con recelo, con ojos miraflorinos, un vistazo acorde a los paradigmas de cualquier limeño ordinario; pero ellos continúan intercambiando palabras agudas y graves, en voz baja y gritando, algunos neologismos, para ellos frases tan del día a día. Ambos vestían un ropaje vetusto y pestilente, si una mosca pasaba sobre ellos se ganaba con un buffet sin tiempo límite y con bebida gratis, el sudor. Era difícil distinguir su sexo pues los dos exhibían unas melenas frondosas, sin embargo se apreciaba una barba rala del cuerpo más bajo. El escenario se iba llenando de la bruma que emergía de los pies del barranco.

- Tengo frío – manifestó el ser lampiño, que sin terminar de decir, empezó a dislocar voluntariamente su mandíbula, primero lento, rápido, y más…
- Cierra la boca. Si tu lengua se vuelve a escapar no me vengas a pedir ayuda.
- Cuéntame un cuento.
- Ya los sabes todos – bajando la voz.
- Quiero “el niño y el mar” – enseñando los dientes picados.
- Te lo conté el marcodó, hoy no sería conveniente, será el que viene – concluyó, pegando su barba al oído agujereado sin arete de su compinche.
- Pero… pero… faltan dos semanas para el próximo marcodó… Y tampoco es seguro, depende si la luna toma esa forma la noche anterior… – mostraba preocupación; con su índice y pulgar, partía desde la comisura de sus labios, bajaba deslizando, arrugando el inferior y dividiéndolo en dos.
- ¡Cállate ya! – ahora gritó.
- Pero dime cuando lo veas, ¡por favor! Y si no quiero, oblígame; no lo he vuelto a ver. ¡Hoy quiero verlo y no está! – y la pena se representó húmeda en la cara.

Cuando el de la barba nota la presencia distante de un infante pataleando en pleno oleaje, nunca le dice nada, la mira fijamente y no le importa si llora o si lo hará.