Sebastián Quintanilla había admirado desde chico al can blanco y erguido, de mirada altiva y dientes ávidos de carne. Ese extraño afecto podría deberse quizás a un maltrato efímero que recibió como bienvenida al ser trasladado a otro colegio con nada más que doce abriles, fue como una promesa que se hizo: poseer alguna vez un dogo argentino. Había escuchado por ejemplo, que mataba jabalíes, cual león a una zebra en Discovery Channel, un mordisco preciso en el pescuezo que paralizaría a la presa hasta desangrarla y hacerla cerrar los párpados pausadamente, generando en su última visión una bruma espesa, una mancha marrón o verde pero que definitivamente no sería la silueta de Dios.
Sería tres meses antes de que Elba, su esposa, diera a luz a su primogénito que su inquietud por ese perro asesino renació. Hizo las averiguaciones de costumbre, sobre su alimentación, entrenamiento, y finalmente, se consiguió un cachorro lechoso con un par de lunares. Luego de convivir unos días con la pálida criatura le entró la sensación de arrepentimiento pues 'El Che' se estaba portando muy correctamente. Ni ladraba, ni rasguñaba, ni siquiera se había atrevido a cagar dentro de la casa, era muy decepcionante para una raza que presumía ser de matones despiadados. Antes de que empiece su entrenamiento le contó muy indignado al instructor las reacciones que había percibido del 'Che', le ofreció un poco más del dinero pactado previamente y concluyó la charla con un fuerte apretón de manos, agregando, "quiero que mate".
Leo se iba por los cinco cuando el perro entrenaba dándose porrazos contra la cerca del patio de la casa, ya lo había hecho rutina, por las tardes sin que nadie lo estimule a golpear nada, comenzaba a estrellarse deliberadamente contra unas maderas altas y bien instaladas, pero que no faltaría mucho para que se destrocen. A Leo le asustaba por esas horas, mientras que Sebastián se reía a carcajadas de que sus dos cachorros estuvieran desarrollándose como había esperado. Fue un sábado al regreso de una reunión, a eso de las siete y tanto de la noche, Leo se fue a jugar a su cuarto, Elba a poner agua caliente y Sebastián a sacar pecho al mismo tiempo que acariciaba al forajido argentino. "¿Estás sangrando? Ya te golpeaste, perro bruto", tenía la boca cerrada cubierta de sangre, chorreaba por su cuello, sin embargo no parecía sufrir o estar herido. Le lavó la boca e intentó enjuagársela por dentro de la misma manera, pero 'El Che' se empecinaba en no abrirla. Al no percibir algún riesgo en su mascota, regresó al interior de la casa, justamente cuando se disponía a cerrar la puerta fue que divisó en su alfombra beis un vestigio de sangre, gotas que iban aumentando su tamaño formando una senda sinuosa. Desde su posición notó que la mancha delgada continuaba hasta su habitación y empezó a caminar hasta encontrar el final. Al llegar al umbral de su dormitorio se dio cuenta que la mancha desembocaba a los pies del ropero. Instintivamente, sin preocuparse en lo que pudiera residir su guardarropa en ese momento, lo abrió. Encogido, lloroso y muy asustado estaba un muchacho de mala pinta, seguramente habría entrado bajo los efectos de alguna droga, pero en ese instante estaba con todos sus sentidos aptos, tanto así que al abrirse ambas puertas de madera la luz del cuarto lo cegó y entonces empezó a gemir. Sebastián ante la sorpresa le quedó mirando con recelo, no podría haberlo odiado después de ver que el brazo derecho del chiquillo terminaba en su muñeca ensangrentada, "si estudiabas, ya te cagaste", pensó. No podría haber sentido compasión. Levantó brevemente la mirada, perdiéndose entre alguno de sus sacos y camisas manchadas, pensando en el perro, fue entonces que hasta se le dibujó una pequeña sonrisa. Volvió en sí y retornó la expresión de ceños fruncidos, "lárgate ya, has tenido suerte".